E stá claro que, por desgracia, cuando uno quiere matar, mata.Es tan sencillo como recurrir a un cuchillo de la cocina, un martillo de la caja de herramientas, una sartén o una piedra. Hay quienes atinan incluso con un empujón bien dado o se atreven con el método del estrangulamiento, tan tremendo y que exige autocontrol y fuerza. Las malas lenguas dicen que hay también crímenes silenciosos, sutiles, casi elegantes, por envenenamiento, aunque suelen conllevar una larga espera. Por eso es probable que el bestia de Argamasilla de Calatrava hubiera matado a quien esa mañana le sacó de sus casillas en cualquier otra situación. Pero la realidad es que ese individuo tenía al alcance de la mano un rifle de caza mayor con mira telescópica capaz de enfocar a su víctima a medio kilómetro de distancia. Un arma letal que no dudó en usar con absoluta frialdad y precisión, hasta que tuvo que ser «abatido» como un animal. El incidente recuerda a aquella trágica matanza de PuertoHurraco, no tanto por las circunstancias, sino por el entorno rural, que de vez en cuando hace aflorar esa ira contenida que pasa desapercibida durante décadas y cuando explota lo hace de forma imparable. Seguramente el origen del conflicto era algún asunto familiar, como tantos otros, solo que esta vez el hijo la emprendió a golpes con el padre y, preso de esa rabia incontrolable, acabó a tiros con todo el que se le acercó. La pregunta que nos hacemos todos es cómo es posible que alguien tan inestable tenga acceso a ese tipo de armas. Se supone que existe un control estricto en la concesión de licencias y, si ese control hubiera funcionado, hoy no estaríamos lamentando la muerte de tres personas. La bronca habría acabado en patadas y puñetazos.
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