En mayo de 2020, el Consejo de Ministros aprobó por Real Decreto-Ley la puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital. La idea era muy ambiciosa. Nada menos que «una prestación no contributiva que erradicaría la pobreza y favorecería la inclusión de personas en situación de vulnerabilidad».
En su presentación, el ministro Escrivá explicó que el umbral de renta garantizada sería de 462 euros al mes que se incrementaría en función del cumplimiento de unos requisitos. Los beneficiarios iban a ser 850.000 hogares, 2,3 millones de personas, la renta garantizada media anual de 10.070 euros, el IMV medio anual sería de 4.400 euros y el gasto público estimado unos 3.000 millones de euros.
También avanzó que al mes siguiente de que se aprobara la norma, 500.000 personas recibirían la prestación de oficio, gracias al cruce de datos procedentes de la Agencia Tributaria y las Comunidades Autónomas con los que contaría el Ministerio de Inclusión y Seguridad Social.
La realidad de esta prestación ha sido muy distinta. La mala gestión de los fondos públicos, la excesiva burocracia y los exigentes requisitos han logrado que hasta hoy apenas 500.000 personas hayan recibido el IMV. Incluso, que del dinero asignado a esta partida en los Presupuestos Generales del Estado se quedaran sin repartir 1.000 millones de euros.
Ahora, el plan es que funcionarios del ministerio recorran España en un autobús amarillo para explicar la ayuda y buscar y encontrar en comedores sociales y colas del hambre a posibles beneficiarios del IMV. Lanzarse a la carretera a la caza de las personas vulnerable susceptible de recibir la prestación. Teniendo en cuenta que según los últimos datos dados a conocer por el INE en España hay 12,5 millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza y la experiencia acumulada sobre la efectividad en la ejecución de tantas y tantas ayudas que se han puesto en marcha y que no han llegado a su destino, esta acción tiene más de propaganda que de otra cosa.