Esta semana, hace sólo un par de días, dos lumbreras pertenecientes a la organización ecologista Just Stop Oil lanzaron un bote de sopa de tomate al cuadro Los girasoles, de Vincent van Gogh, expuesto en la National Gallery de Londres; remataron la faena soldándose las manos a la pared con pegamento. Denunciaban así lo poco que hacen los gobiernos por frenar y evitar la crisis climática. La elección del tomate como arma letal indicaba claramente que la intención no era destruir la obra de arte, sino dar la nota bien alta dada la hipoacusia que aqueja a los que nos gobiernan. El cuadro sigue intacto, sólo se necesitó una bayeta para dejarlo como nuevo. Suponemos que lo de despegarlos de la pared fue una operación más complicada.
No digo ya que haya que ir asaltando los museos para generar consciencia de lo cerca que estamos del desastre ecológico, pero algo habrá que hacer y que suene bien alto. Aquí mismo, en el solar patrio, en estos momentos, tenemos las Tablas de Daimiel casi tan secas como una mojama, al Gualdalquivir en riesgo de convertirse en un arroyo, y a Doñana, uno de los mayores humedales de Europa, al borde de recibir la extremaunción. Por no hablar de la Manga del Mar Menor, convertida ya en una sopa verde.
Aunque nos parezca desafinada, e incluso ridícula, la actuación de estos dos ecologistas, tienen razón en que cuando se llama a una puerta que no se nos quiere abrir no basta con llamar con los nudillos, hay que andar a aldabonazos. Y lo más sonoro posible.