Desde que, por la mañana, sales a la calle y tropiezas con la baldosa levantada de una acera, y observas que la del otro lado de la calle está perfecta –nada que ver con esa por la que caminas–, y lees en el periódico que ya están con las luces de Navidad –hay quienes opinan que eso está muy bien, otros que muy mal, que si no habría mejor manera de gastar el dinero–, y te fijas en los árboles nuevos que están plantando (y recuerdas debates sobre si se adaptarán al clima de aquí o no habría sido mejor plantar otros), y te quejas en voz baja de que hayan cambiado la ruta del bus o de que esa zona vaya a ser peatonal (y no la que te gustaría que lo fuera); desde que sales de casa por la mañana dándole vueltas a todo eso, y también dándole vueltas a asuntos parecidos durante toda la jornada, únicamente te queda admirar a quienes han decidido dedicarse a la política municipal. Quienes se plantean ser alcaldes o alcaldesas, o ediles de lo que sea, son héroes y heroínas de nuestro tiempo. Más que nada porque llevamos dentro un alcalde o alcaldesa y un plano exacto de cómo tendría que ser nuestra ciudad y nuestro pueblo: que si esas luces no deberían ser así, que si las papeleras tendrían más sentido aquí que allá, que cómo se les ocurre poner o quitar ese nombre a la calle, que por qué se hace tanto ruido cuando la recogida de basuras. Cuesta mucho, mucho, dedicarse a la vida política (incluso para quienes consideran que así se puede cambiar el mundo) pero, sobre todo, debe suponer mucho esfuerzo dedicarse a la política municipal. Desde la mañana a la noche, con paradas en cafés y bares que son los verdaderos plenos municipales, te das cuenta de que tienes los planos y las soluciones para todo. Claro que esa misma sensación la tiene todo el mundo. Sólo por el hecho de presentarse a alcalde o alcaldesa, vale la pena votar a quien lo intenta. ¡Qué valor!
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