La práctica de algunas cadenas de gimnasios, que exhiben un mundo deportivo de colores y de estúpida ingenuidad, es cobrar al cliente aunque no asista. Te apuntas y todo son facilidades, sonrisas dentífricas, palabras amables y de ánimo porque el deporte es salud y aquí hallarás un ambiente edificante y contagioso que te encandilará, las cuotas son maravillosamente económicas y es imposible obviarlas. Allá tú si lo haces.
Puedes adaptarte a este tipo de instalaciones donde el asesoramiento, sino es por medio de un personal training, brilla por su ausencia, y nunca trates de darte de baja. Pero, llegado al caso, en ocasiones aparecen obstáculos que por su absurdidad te hacen parecer un completo idiota: planteas tu baja y los empleados tratan de que sólo sea una excedencia como si tuviera relación con el mundo laboral. Pero, ojo, en esa supuesta excedencia te cobran unos pocos euros. Te niegas porque no quieres excedencia, solo marcharte con tus bártulos a otra parte.
En la recepción no te facilitan el trámite sino que te instan a que lo hagas online, algo que ya supone una discriminación para un sector de la sociedad al que se le presupone con los medios digitales para ser en la actualidad considerado como normal. Entonces tramitas tu baja por Internet para lo que parece ser que hay que ser muy ducho, porque oh, sorpresa, la cuota vuelve a surgir en tus extractos bancarios a principios de mes.
Probablemente, el personal lo achaque a tu pobre habilidad y poca concentración en la lectura de los pasos a seguir. Darse de baja se transforma en un bucle con aureola de pesadilla del que no puedes salir. Por eso yo sigo pagando en metálico en un gimnasio que destila sabor a añejo y a sudor fresco. Son los que nunca deben desaparecer.