Ha muerto Antonio Inoki. Con la desaparición, a los 79 años, del hombre en el que una noche de junio de 1976 se encarnaron las más ancestrales tradiciones marciales de Oriente se esfuma la última posibilidad de encontrar respuesta a la pregunta que el mundo entero se hizo cuando él y Muhammad Alí bajaron del ring del Nippon Budokan de Tokio después del combate a quince asaltos que les enfrentó: ¿Pero qué putas ha sido esto?
La idea la había tenido el propio Alí. Mucho judo, mucho kung-fu y mucho jiujitsu, pero ningún luchador oriental quiere pelear conmigo, había venido a decir, poco más o menos, un año antes en una de sus habituales bravatas. Inoki, campeón japonés de lucha libre, aceptó el desafío. Parece que la idea inicial era coreografiar un enfrentamiento que, a cambio de seis millones de dólares para Alí, acabase con Inoki derrotándole traicioneramente (después de que el propio árbitro fuera noqueado también de forma accidental y no se percatara de la treta), pero Alí no accedió a verse fuera de combate ni aunque fuese de mentira y, ante la falta de acuerdo, cuando comenzó la pelea nadie sabía realmente si aquello iba o no en serio. Nada más sonar la campana Inoki ejecutó una patada voladora que se perdió en el aire y, para escapar del jab de Alí, se echó de pronto al suelo, desde donde los siguientes tres minutos se dedicó a lanzarle patadas a las pantorrillas, que Alí esquivaba como podía dando brincos por todo el ring mientras intentaba lanzar a su vez algún que otro puntapié malintencionado. Así transcurrieron también los 14 rounds restantes, tras los cuales, y mientras sobre la lona caían todo tipo de objetos, el árbitro decretó combate nulo. A su regreso a América, Alí tuvo que ser ingresado en un hospital con coágulos en las piernas. Inoki le había dado 107 patadas. El campeón de los pesos pesados solo había podido soltarle siete guantazos.