En las entrañas de la Europa unida esgrimen no sé cuántas objeciones contra Hungría y Polonia, que se han convertido –dicen– en países poco democráticos, que no se avienen a las directrices de laUE. La deriva ultraderechista de quienes gobiernan allí –dos de las naciones europeas más pobres– se centra en los inmigrantes, el colectivo LGBTQ y la libertad de prensa. Pero como forman parte del antiguo bloque soviético, parece que su realidad cotidiana nos pilla muy lejos. Sin embargo, ahora es Italia la que ha decidido abrazar la ideología más cercana al viejo fascismo en la figura de Giorgia Meloni, una mujer todavía joven, cristiana, madre, que apenas ha ejercido otra profesión –es periodista– que la de ocupar cargos políticos desde que tiene edad para ello. Su mensaje es sencillo y no es raro que haya conectado con gran parte del electorado: quiere proteger a los italianos nativos frente a los recién llegados. Una idea que, aunque no nos guste o nos inspire desconfianza, recorre toda Europa desde hace años.Hay descontento, la economía no logra sostenernos como antes de 2008, las perspectivas para los jóvenes son complicadas. Y la percepción general –aunque ni siquiera sea cierta, o no del todo– es que el inmigrante recibe más ayuda y protección que el natural. Meloni propone cerrar sus puertos al desembarco de pateras y barcos de ONG que rescatan inmigrantes en el mar. Quizá sea una forma radical de cercenar las rutas mafiosas de tráfico de personas. Italia representa muchas cosas, lo clásico, lo católico, la arquitectura, la historia, la música, la literatura, el cine, la canción, la moda, la gastronomía.Allí se erigió nuestra civilización. Es un gran país. Y a muchos les indigna que deje de ser eso, italiano, clásico y católico.
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