El anuncio realizado esta semana por la presidenta de la Confederación de Asociaciones Empresariales de Balears (CAEB), Carmen Planas, con respecto a las previsiones económicas del próximo año tiene una especial gravedad. Poco o nada puede querer caer en el alarmismo el sector empresarial de las Islas, nada espanta más en las economías que los negros augurios; tengan o no fundamento. En esta ocasión, la procedencia del aviso obliga a tomar todavía más en serio que la euforia postpandémica que vivimos está viviendo sus últimos meses. El gabinete de estudios de CAEB no ve nada claro ese 2023 que ya está casi tocando las puertas y que, a efectos prácticos, para nosotros podemos decir que empieza con el final de la temporada turística.
Hemos vivido, o mejor decir que estamos viviendo, un año excepcional; podría decirse que de ensueño. Los medios nos hemos hartado de destacar el rosario de récords que caían mes a mes. Daba la impresión de que estábamos desbordados, eufóricos. Más aviones, más turistas, restaurantes repletos, el alquiler vacacional con el cartel de completo, la oferta de lujo a tope, colas en las playas y enclaves más emblemáticos, el mercado inmobiliario sobrecalentado, ... Un escenario que, según CAEB, vive sus últimos momentos.
Las razones de este cambio súbito de rumbo de la economía las saben ustedes casi de carrerilla, el punto de partida lo puso Vladímir Putin con la invasión de Ucrania y a partir de aquí todo se ha torcido. Los términos de duro y convulso referidos al futuro son comunes en todos los analistas, un paisaje nada halagüeño con el que todo indica que será obligado convivir. Ya se verá por cuanto tiempo.
Este próximo año se celebrarán las elecciones locales y autonómicas, un examen electoral en una coyuntura adversa que no debían tener presente los asesores de nuestros principales líderes políticos, pero que en el caso de los responsables institucionales supone un imprevisto de inciertas conclusiones. Francina Armengol había urdido un discurso serio y solvente durante toda la legislatura, pero una crisis económica como la que se avecina –nada hace presagiar su fin mientras siga la guerra en Ucrania– trastoca cualquier argumentario, que no es lo mismo ir a votar en mayo con un contrato en la mano que estando en las listas del paro y sin noticias de si el hotel, el restaurante o el comercio abrirán o no sus puertas.
Impuestos ideológicos
La nuestra no es, por fortuna, una economía desconectada, por eso hay que estar atentos a cómo abordar las dificultades que se avecinan en otros territorios o en otros países; aquí es donde juegan las diferencias entre las opciones políticas en juego. La izquierda, a la vista está, defiende un incremento de la presión fiscal con un entusiasmo digno de mejor causa, como el que expresa Yolanda Díaz refiriéndose a los tributos de las grandes fortunas. La derecha se aferra a la fórmula ya conocida de bajar la presión fiscal para aliviar el bolsillo de los ciudadanos en los momentos más complicados y evitar un parón de la inversión. En Gran Bretaña, la primera ministra Liz Truss ha tenido claro qué hacer desde el primer minuto.