Revisitar la ciudad eterna acarrea siempre hallazgos, en lo material, por supuesto, y en lo vivencial, sobre todo.
Si, además, uno goza del privilegio de contar con una encantadora cicerone romana, entonces la experiencia pasa de ser meramente turística a inmersiva.
En cualquier caso, resulta imposible para un visitante mediterráneo sentirse extraño en la urbe que fundó nuestra civilización y de la que, al menos desde Caracalla (212), todos los habitantes del Imperio somos ciudadanos por derecho.
Roma vale mil misas más que París, se come mil veces mejor que en Londres y se percibe un afecto mil veces más intenso que en Berlín.
Aspectos monumentales aparte –que es mucho aparte–, esta vez me esmeré en hallar paralelismos y divergencias con nuestra ya no tan modesta Palma.
Roma recibe anualmente 10,3 millones de visitantes. Palma, cerca de dos millones, más algunos que pernoctan en algún otro municipio y, claro, los cruceristas. Aunque la capital italiana nos sextuplica en superficie, su centro histórico –sus 22 rioni– apenas superan los 15 km2, en tanto que el casco antiguo de Palma, más la zona del Paseo Marítimo y Santa Catalina sumarían aproximadamente la mitad.
En cualquier caso, ambas ciudades soportan una enorme presión turística, más intensa obviamente en Roma, por mucho que se quejen los plañideros de Més.
Sin embargo, sorprende enormemente cómo la intensidad del turismo –que acarrea enormes problemas de limpieza y mantenimiento de los espacios públicos– no ha llevado aparejada la gentrificación de Roma, ni mucho menos la desaparición de sus establecimientos y comercios tradicionales. Los romanos han sabido encontrar la fórmula para conjugar un gran número de visitantes y el mantenimiento de su innegable carácter. Obviamente, encontraremos las franquicias al uso y las tiendas más lujosas del mundo, pero ni unas ni otras han conseguido eliminar la prevalencia del colmado tradicional, los mercados, el comercio de toda la vida –acaso reinventado con ese toque estiloso tan italiano–, y los miles y miles de restaurantes, osterie y trattorie que ocupan literalmente todas las calles y rincones de la ciudad sin que la progresía local amenace con hacerse el harakiri. Y aunque, obviamente, en el centro residen muchos visitantes ocasionales, también lo hacen miles de romanos, que allí viven y trabajan. No se han rendido a las primeras de cambio al brillo de las coronas suecas, como tristemente ha ocurrido aquí.
De ello deduzco que es absolutamente falso que la intensidad turística comporte necesariamente la gentrificación y la pérdida de identidad de las ciudades. Quizás algún alcalde avispado, en el futuro –no será en esta legislatura, claro–, aborde la necesidad de estudiar el caso de Roma como ejemplo de convivencia entre el turismo de masas y la conservación de la identidad, aunque también es cierto que los mallorquines llevamos comerciando con esta última, a precio de saldo, desde hace demasiado tiempo.
9 veces 9 he experimentado, mientras esto trataba de escribir, la pésima calidad del suministro eléctrico que padecemos en el Pla de Mallorca, y todo por una lejana tormenta, que por aquí no ha dejado salvo cuatro gotas.
Los mallorquines pagamos a precio de Estocolmo un servicio más propio de Kinshasa.