La década del 1982 a 1992, estuve viviendo a caballo entre Barcelona y Palma. Media semana allá y la otra media aquí. O sea que de las olimpiadas solamente viví los prolegómenos. Teniendo en cuenta mi poca afición por el deporte espectáculo es lógico que mi interés por ese acontecimiento fuese muy exiguo. Pero con el tiempo he ido recordando que anteriormente a las olimpiadas nunca escuché directamente a nadie en Barcelona que sintiese la necesidad de una Catalunya independiente. La mayoría de los catalanes con los que me relacionaba tenían muy asumido que su futuro, para bien o para mal, estaba en España. En cambio sí recuerdo que en los años posteriores noté que con los juegos esta convicción empezó a cambiar. Cada vez salía más a colación, de forma más o menos explícita, alguna insinuación de que Catalunya, para ser ella, necesitaba de autogobierno y sobre todo prescindir de toda injerencia hispana.
El nacimiento de ese deseo de más gobierno y menos sometimiento creo que se debió porque constataron la diferencia abismal de capacidad organizativa que existía entre la que había demostrado Catalunya con las olimpiadas y la que mostraba España. Esta dicotomía se pudo constatar con el fracaso de la candidatura olímpica madrileña dirigida por la esposa de Aznar. En cualquier caso, incluso antes de las olimpiadas, para la población catalana, a pesar de asumir que su futuro estuviese en España, nunca fue algo categórico, porque en el fondo la mayoría se sentía antes catalana que española. El cambio se produjo claramente cuando el pueblo catalán constató que un acontecimiento de la magnitud de aquellos juegos no era asumible por el Imperio, por mucho poder que tuviese. Y comprobó cómo quería apropiarse de un éxito que ellos sentían estrictamente como suyo. Por eso, con las olimpiadas, muchos catalanes abrieron los ojos. Y esta nueva visión se fue paulatinamente ampliando; y cada vez de forma más extensa e intensa.
Con las olimpiadas España hizo lo posible y lo imposible para decirle a Catalunya que gracias a contar con el apoyo imperial pudo coronar el éxito universal que tuvo aquel acontecimiento. Pero muchos catalanes entendieron precisamente todo lo contrario. Que si Catalunya no estuviese sometida a España, sus realizaciones, al no tener el entorpecimiento imperial, serían mayoritariamente tan exitosas como las olimpiadas, gozando de mayor calidad y con mucho más prestigio. A España le salió el tiro por la culata y esto llevó a dos consecuencias más o menos claras, pero rotundamente eficaces. Que España pudo comprobar, lo aceptase o no, que no podía embaucar a Catalunya y que ésta vio que no necesitaba de ninguna ayuda española para desenvolverse. Es más, que en solitario podría desarrollar de forma más rápida y eficiente sus objetivos.
La estrategia hispana llevó a que la mayor concordia que se pretendía entre España y Catalunya con los juegos se frustrase y no solo no se produjese, sino que fuese el poso de cultivo para lo que actualmente es ya el abundante deseo del pueblo catalán por la independencia. Muchos catalanes se indignaron con la actitud del Imperio por el intento de españolización de los juegos porque los consideraban propios. Y vieron que de no ser libres no podrían seguir siendo catalanes. Esta visión del abuso hispano hizo cambiar la mentalidad de muchos de ellos, llevándolos pausadamente hacia el deseo de una Catalunya emancipada de España. Esta visión fue remachada con la anulación por el Constitucional de unos artículos del Estatut y con el aciago discurso de Felipe VI en 2017 contra el referéndum de autodeterminación.