La doctrina oficial acusa de turismofobia a cualquiera que se atreva a expresar alguna crítica sobre el sector, mientras nos habla de pleno empleo, contratos indefinidos, crecimiento por encima de la media europea y se afana en conquistar nuevos mercados, como el de Estados Unidos.
Desde la realidad de la calle, además de los enormes y costosos impactos sobre el medio ambiente y los recursos naturales más básicos a causa la masificación, sufrimos una inflación por encima de la media y la vivienda es inaccesible para la mayoría, aspectos que anulan cualquier mejora salarial, como lo atestigua la ausencia de los trabajadores temporales de la Península que este año no han venido porque no sale a cuenta, que haya personas con trabajo en las colas de alimentos, en desahucios de alquiler o viviendo en la calle. Los cacareados contratos indefinidos son en muchos casos por horas y no dan para vivir, el cumplimiento del convenio de hostelería es muy relativo, las inspecciones de trabajo son insuficientes y están entretenidas inspeccionando asociaciones no lucrativas. Por no hablar de lo que esconde el agujero oscuro del extenso e impune alquiler turístico ilegal. La pandemia ya puso de relieve el estado de vulnerabilidad por la absoluta dependencia del turismo como medio de vida.
¿Quién ha decidido que solo podemos vivir de un turismo masivo y descontrolado, que no hay otra opción? ¿Es el que conviene a la mayoría social o es necesario y urgente plantearnos otros modelos productivos?