Volví a la Setmana del Llibre en Català. Este año, después de siete, hice doblete: primero en el Moll de la Fusta en Barcelona; a los pocos días, en los jardines de la Misericòrdia en Palma. La experiencia fue similar en ambos casos. Entré en ambos recintos con la sensación de adentrarme en terreno conocido desde hace siglos, en aquellas zonas que un tiempo fueron de confort (los libreros, las parades donde se acumulan los volúmenes, la gente que pasea, los lectores curiosos, los que están por casualidad, los que buscan un libro desesperadamente). Ocupé mi lugar, preparé el bolígrafo y puse cara de póquer. El rostro del escritor que espera a sus lectores es un poema: preparas la sonrisa de bienvenida para que nadie se sienta cohibido. No se trata de alejar a los lectores, sino de animarles a vencer timideces y desconfianza. Sin embargo, a los pocos minutos de sonreír, te sientes algo tonta y buscas algo que hacer: un jugueteo de las manos en el móvil, una mirada al periódico que alguien dejó a tu lado, un revolver el contenido del bolso buscando cualquier cosa que te haga parecer ocupada.
Cuando por fin se acercan los lectores suspiras. Con los primeros te entretienes intencionadamente. Les haces dedicatorias largas para retenerles más tiempo. Les preguntas si han leído algo tuyo antes, te interesas por sus gustos lectores, el resto de sus aficiones e incluso su familia. Cuando se marchan, les agradeces con entusiasmo que hayan escogido tu libro y, sobre todo, que tengan la sana intención de leer tu novela. Ese libro que se amontona ante tu mirada y que surgió de tu imaginación y de un esfuerzo que prefieres olvidar porque podrías caer en la tentación de no volver a escribir jamás.
Después piensas que siete años es mucho tiempo, casi una eternidad. Y te preguntas si es posible que un solo mortal se acuerde de que escribes, mientras retienes el impulso de echar a correr. Siete años es el tiempo que cantan los boleros, pero la idea no te sirve de mucho. Continuas sonriendo y firmas otro ejemplar de tu libro.