Andan los estadísticos todos alborotados porque no alcanzan a explicarse la tremenda mortalidad de este verano en España. Si bien las olas de calor pueden estar detrás del fenómeno en parte –ya hubo un incremento notable en aquel tórrido 2003–, no parece que sea la única clave del misterio. Las defunciones por COVID también cuentan, todavía y a pesar de la vacunación masiva, pero tampoco aclaran por completo el enigma. Las cifras son reveladoras: veinte mil muertos más de lo esperado entre junio y agosto, un nivel desconocido desde hace más de siete décadas y muy por encima de lo registrado en Europa. Entre las posibles justificaciones a esta escabechina demográfica los expertos apuntan con timidez a una situación que tampoco habíamos conocido hasta ahora: la decadencia del sistema público de salud. Se dice con la boca pequeña, pero está claro que algún efecto debe tener ese deterioro de la asistencia médica en la vida de las personas.
Ya lo advertía el economista Santiago Niño Becerra, con su habitual pesimismo: la esperanza de vida ha alcanzado su máximo y a partir de ahora decaerá por los recortes en el sistema sanitario. ¿Es una «matanza» programada? ¿O al menos deseada por lo bajini? Millones de personas en el mundo creen que sobra gente, que la superpoblación es un problemón para la salud y el equilibrio del planeta; muchos añaden que lo que sobran son ancianos, que absorben una gran porción del pastel público y aportan muy poco. Las teorías maltusianas siguen ahí y los conspiranoicos seguramente estarán atando cabos a toda velocidad: la crisis financiera de 2008, la pandemia, los recortes... ¿todo bien orquestado para quitarse de encima ese exceso de población tan molesto?