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Queridos

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Hay noticias que deberíamos enmarcar para poder volver a ellas un día tras otro. Por maravillosas, no en el sentido de buenísimas, sino de milagrosas. Óscar Robledo, el párroco de la localidad de San Pedro, en Albacete, un pueblico de mil habitantes, es un hombre relativamente joven –nació en 1971– y cultivado –tiene estudios de arte además de licenciarse en Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca–. Por eso sus palabras tienen más valor, porque no podemos alegar que sea un bruto analfabeto que no sabe lo que dice: que las personas homosexuales no son queridas por Dios. Sé que hay millones de homosexuales creyentes en el mundo y estoy segura de que esto no les habrá gustado nada. Pero voy más allá, al margen de teorías teológicas, veamos la realidad. Esa tan grosera que nos dice –aunque muchos se nieguen a verlo– que una gran parte del clero está formado –hoy, ayer y siempre– por homosexuales. La mayoría –quiero pensar– mantiene con firmeza su voto de castidad, pero hay muchos –miles, por lo que se va confirmando año tras año– que no lo hacen y vuelcan su homosexualidad no solo en relaciones sexuales con personas de su mismo género, sino con niños. Es decir, viven la faceta más repugnante de la sexualidad: la pederastia. El Defensor del Pueblo ha recibido doscientas denuncias en dos meses, el 83 % de ellas de hombres que fueron abusados por sacerdotes en su infancia. Quizá Óscar Robledo es uno de esos que se niega a mirar de frente a lo feo, al pecado –como lo llaman ellos–, al delito, a la depravación. Pero mucho antes de señalar con el dedo a dos hombres o dos mujeres adultos que se aman libremente, debería mirar en el interior de su sucia casa.

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