Muchos recordamos aún la gran noticia de 1995 en Mallorca, cuando tuvimos que traer en barcos agua desde el Ebro para sobrevivir por la gran sequía de aquel año. El costo de la operación fue tremendo –al cambio de hoy unos 27 millones de euros– y se tardó en completar el pago once años. Pagamos, esta vez de verdad, el agua a precio de champán. Visto con la perspectiva del tiempo, aquello parece una locura colectiva, porque la Isla estaba notablemente menos poblada que ahora y recibía menos turistas. Pero ¿qué más se podía hacer sino importar algo tan preciado si no llovía? Desde entonces, cada vez que el tórrido verano nos regala un día árido tras otro y los embalses bajan su depósito centímetro a centímetro, empezamos a recordar aquel evento extraordinario, ahora innecesario por la presencia de desaladoras. España está padeciendo ahora mismo otra sequía, algo habitual.
Dicen que es la más intensa desde aquel abrasador 1995. Pero quizá pensemos que el problema lo tenemos nosotros, los humanos, que veremos restringido nuestro consumo. No es así, aunque acabe siéndolo. Pues se aparta la vista del gran problema para centrarlo en lo diminuto: nuestras duchas, las piscinas, el riego del jardín... minucias. El gran problema lo tiene el campo, la agricultura y la ganadería. Porque, según Ecologistas en Acción, el regadío supone actualmente entre el 85 % y el 93 % del consumo total de agua en España, sin contar las hectáreas de regadío ilegal que se escapan de la estadística.
Algo que califican de «despilfarro» por lo obsoleto de las instalaciones y el aumento desorbitado del cultivo de especies que necesitan muchísima agua en un país donde llueve poco y solo lo hace en zonas determinadas.