El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones –telita con la nomenclatura– anuncia una gran reforma que permitirá que los empresarios contraten a inmigrantes sin papeles siempre que acrediten cierta formación en el ramo en el que aspiran a trabajar. Aduce José Luis Escrivá que esas personas ya están aquí condenadas a la economía sumergida y que, al mismo tiempo, miles de puestos de trabajo se quedan sin cubrir, tanto los que requieren una alta cualificación como los que no. La idea tiene sus luces y sus sombras.
Por un lado supone una oportunidad de regularizar la situación en la que viven millones de personas en España, muchas de ellas desde hace años, ya con un arraigo importante. Desde su llegada han tenido hijos, que están escolarizados, y tienen su vida completamente formada aquí. Denegarles un trabajo estable es poco menos que criminal. Decirles que regresen a su país y esperan un contrato en origen es iluso. Pero por otro lado, esta medida puede convertirse en una treta para que miles de empresarios contraten a precios de saldo a sus nuevos trabajadores. Llevamos todo el verano viendo noticias que hablan de hosteleros –este parece ser el gremio más afectado– de todas las zonas turísticas de España que burlan leyes y convenios para conseguir mano de obra baratísima.
Contratan por cuatro horas y trabajan doce, incumplen las libranzas y pagan salarios de miseria. Ya sabemos cómo se las gastan algunos empresarios sin escrúpulos y no serán pocos los que vean en la posibilidad de contratar a inmigrantes sin papeles una ocasión de oro para seguir aumentando beneficios a costa de sus empleados. Como siempre, hecha la ley, hecha la trampa sigue vigente.