En 1980, China alcanzó el récord de mil millones de habitantes. Parecía algo insólito, difícil de asimilar en un mundo que, todavía, andaba a paso humano. Han pasado cuarenta años y hoy el gigante asiático suma más de mil cuatrocientos millones, un cuarenta por ciento de crecimiento a pesar de la política del hijo único. Las consecuencias sociales, económicas y medioambientales de un aumento tan enorme todavía están por valorarse, pero sin duda afectan al resto del planeta. Una de las más conocidas es que masas de población rural se mudan a las ciudades para mejorar su calidad de vida. Y las urbes chinas crecen en idéntica proporción. Por eso, el Gobierno de allí pretende levantar de la nada 140 ciudades nuevas para alojar a las millones de familias que buscan un lugar donde instalarse a años luz del confort que disfrutan ahora.
Desde la vieja Europa, este tipo de noticias nos resultan incomprensibles. ¿Cuándo fue la última vez que se creó una ciudad nueva en nuestro continente? En España, probablemente en tiempos de Carlos III, cuando se crearon aquellas nuevas poblaciones con colonos alemanes. La noticia nos lleva a cuestionar, de nuevo, ese afán por seguir creciendo hasta el infinito como motor de mejora económica y social. India va detrás. De aquellos setecientos millones de habitantes de 1980 ha pasado a duplicar población, igualando la de China.
Es un país más pobre, pero no tardará en proyectar ciudades nuevas que exigen materias primas costosas y escasas que provocan falta de suministros para el resto del mundo. La presión humana sobre el planeta es mayor que nunca y eso solo puede conducir a la sobreexplotación de recursos, desertificación y contaminación.