La economía española –y la del mundo entero– intenta recuperarse aún del batacazo pandémico, que colea en los principales centros de producción, por la escasez de suministros. Los agoreros de siempre sacan a pasear los últimos datos del paro para lanzar al vuelo las campanas del catastrofismo. El desempleo ha subido en tres mil personas después de meses de buenos resultados. Sin duda la inflación está en el horizonte, con todos los problemas que se derivan de ella, y es probable que el consumo empiece a retraerse después del verano, cuando la vuelta al cole y el final de la temporada turística nos devuelvan de golpe a la realidad. Que no vienen buenos tiempos parece ser ya más que cierto, pero también lo es que cuando se aproximen las vacas flacas encontrarán un país bastante mejor posicionado que antes.
La cifra de ocupados ha batido récords en positivo, la de parados es la más baja desde 2008 y los contratos indefinidos por fin ganan terreno. Aunque sabemos que las gráficas económicas en España tienen forma de montaña rusa y nadie puede descartar una nueva hecatombe, mientras los precios se hallan desbocados no parece el mejor momento para pedir que bajen los sueldos –«moderar el coste laboral», dicen–, incluso el Salario Mínimo Interprofesional que, por primera vez en la historia, ha escalado hasta los mil euros mensuales, muy lejos todavía de una cifra que garantice la subsistencia. Pues esa ha sido la respuesta de la CEOE, el empresariado español, que quiere castigar a los trabajadores para –excusan– mantener el empleo. Si el obrero pierde poder adquisitivo el consumo cae con rapidez y las propias empresas son las que sufren. No es la mejor salida para sostener en pie la tímida bonanza actual.