Tal día como hoy, pero de 1850, nació el gran escritor francés Henri René Albert Guy de Maupassant. Aunque le pusieron un nombre muy largo, pasó a la historia de la literatura universal simplemente como Guy de Maupassant. Se me ha ocurrido que no estaría mal recordarlo, aunque no lo conozca tan bien como quisiera. Estoy un poco cansada de repetir cada verano aquella leyenda según la cual hoy se celebra la festividad de la Mare de Déu de les Neus.
Las cosas más inverosímiles ya me atraían de niña –a veces porque me hacían reír, otras porque me daban miedo–, y cómo no me iba a asombrar que el día de mi onomástica siempre nos derritiéramos de calor en lugar de estar pasando un frío polar. Parece ser que al autor de Bola de sebo (un cuento que debería ser de lectura obligada en lugar de las chorradas que se estilan) también le atraía especialmente lo raro, las cosas opuestas, todo aquello que aborrecía y que luego sabía reflejar en sus cuentos. Abominaba de cualquier atadura o vínculo social, pero escribía sobre la sociedad y la mediocridad de su tiempo como si estuviera observando con unos prismáticos desde las alturas aquella extraña vida, que a veces lo atemorizaba y a veces lo lanzaba a los abismos de la locura. Me encanta Maupassant. Y me lo imagino a menudo sufriendo el tormento de sus terribles migrañas y sus estados alterados de conciencia.
El joven Guy, de quien dicen que sufrió lo indecible por su mala relación con su padre y el carácter dominante de su madre, se abocó de lleno a una vida licenciosa que condicionó mucho su escritura. Parece ser que no conoció el amor –o tal vez sí, por mucho que quisiera apartarse de él–, y que demostró en numerosas ocasiones síntomas de locura y demencia. Muchas veces pienso que, dado su retraimiento, su carácter pesimista y su misantropía, tuvo mucha suerte de haber nacido dos siglos atrás. Hoy nadie le conocería, pues su total independencia no le permitía pertenecer a ningún cenáculo literario ni aceptar premios honoríficos. Murió en un sanatorio mental, presa del miedo que tenía de sí mismo. Lo incomprensible le estremecía hasta límites insospechados. Como me pasa a mí al pensar en esponjosos copos de nieve cayendo sobre la tierra árida. No sé si reírme o llorar de pánico.