Gracias a su poderosa maquinaria de márketing, Barack Obama hizo creer a todo el mundo que su sucesor, Donald Trump, era el epítome del matón de barrio bajo, que arrastraría a su país y con él a medio planeta a una hecatombe por su desmedido afán de protagonismo y su chulería irreprimible. Trump permaneció cuatro años en el poder, centrado más que nada en devolver a América –lo dicen así, como si el resto del continente no existiera– algo del esplendor perdido en los últimos años. Es decir, economía, comercio, inmigración, todo en clave interna. El planeta no notó demasiado la presidencia trumpiana, a pesar de que nos dijeron día sí y día también que era poco menos que el demonio, una verdadera amenaza para la paz mundial.
Desalojado de la Casa Blanca por las urnas, le ha sucedido un anciano de apariencia afable que representa casi todo en lo que el estadounidense medio puede confiar. Nombró vicepresidenta a una mujer de distinta raza y ha formado un gabinete casi paritario, con presencia además de afroamericanos e hispanos. Empezaba bien de cara a la propaganda progresista.
Sin embargo, inauguró su mandato bombardeando Siria, siguió con el fiasco de la atropellada salida de Afganistán –sin consultar con sus socios europeos–, mantiene una posición frontal contra Rusia tras la invasión ucraniana y ahora remata con el desafío de enviar a la presidenta del Congreso, Nancy Pelosi, de visita a Taiwán, el talón de Aquiles de China. Parece que Joe Biden desea devolver a América la grandeza perdida, pero solo en términos militares, y recupera su papel de abusón que va por el mundo sacando pecho y disparando antes de preguntar. Como en el salvaje Oeste que tanto parecen añorar.