Dentro del alud de noticias que tienen por objeto aterrorizarnos, llega ahora la del pinchazo. Solamente afecta a las chicas menores de treinta años, pero es tan aterradora que nos pone los pelos de punta a todos. A los que tenemos hijas jóvenes, más todavía. Es el último procedimiento de las manadas de violadores para llevar a cabo sus iniquidades sin obtener resistencia. Antes vertían las drogas que anulan la voluntad en los vasos de la bebida en las discotecas, pero los propietarios de estos locales consiguieron erradicar esta práctica cubriendo los cubatas con una tapa. A ese nivel hemos llegado para poner a salvo a nuestras mujeres de los depredadores sexuales. Pero ellos no se amedrentan, parecen poseídos por algún virus que les impide tener una vida normal.
Los violadores –da la sensación de que cada vez son más numerosos o quizá es que desde aquellos desgraciados sanfermines les damos más resonancia– han buscado otra treta para drogar a sus víctimas y privarles de sus sentidos: el pinchazo. Las víctimas bailan y se divierten en una discoteca, con sus amigas, y notan un pinchacito en el brazo o en la pierna. Apenas tarda un cuarto de hora en hacer efecto. La muchacha se marea, pierde la capacidad de hablar, siente una enorme somnolencia y finalmente se desploma. Hasta ahora no se ha producido ninguna violación, porque las afectadas y sus amigas han sabido reaccionar a tiempo y los empleados de los locales colaboran.
Pero ahí está la última amenaza. Al margen del eco de la noticia por el morbo o el miedo que provoca, deberíamos preguntarnos por qué existen tipos así, qué clase de tara tienen los hombres que violan y cómo detectar esa tara para poder prevenir su comportamiento.