Si la inflación se eleva por encima del diez por ciento, lo lógico es que los sindicatos exijan una subida salarial en consonancia para que la clase obrera no pierda poder adquisitivo. Me extrañaría que lo lograran, porque al empresario subir sus gastos un diez por ciento adicional le supone una pequeña catástrofe. Pero ¿y si ocurriera? El dueño de la empresa, con los mismos ingresos, probablemente decida despedir a alguno de sus empleados para cuadrar las cuentas. Resultado: sube el desempleo. Pero, además, repercutirá ese diez por ciento en el precio de sus productos, con lo cual la inflación se disparará ya de forma incontrolable y, con cierta seguridad, venderá menos. Es la clásica pescadilla que se muerde la cola, porque ¿y si no se suben los salarios?
El obrero, apretado ya por el incremento de las facturas básicas –hipoteca, electricidad, telefonía, alimentación, transporte– cierra inmediatamente el bolsillo. Se acabaron las cañas en el bar de la esquina, los niños que lleven el mismo abrigo del año pasado, nada de cambiar de coche, reformar la cocina o comprar ese ordenador nuevo que tanta ilusión nos hacía. Ya vendrán tiempos mejores, ahora hay que contener gastos, porque incluso haciéndolo ya nos cuesta llegar a fin de mes.
¿Resultado? El bar de la esquina despide a su camarero, el operario de las cocinas pierde sus ingresos, el concesionario las pasa canutas. El consumo se contrae. Es lo que quieren las autoridades cuando suben los tipos de interés, enfriar la economía. Lo malo es que a pie de calle ese enfriamiento es un drama para miles de personas. Detrás de cada número, de cada decimal de inflación o de subida salarial, hay una familia que sufre, un negocio que echa el cierre, una carrera truncada.