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Barcelona

| Palma |

Al comienzo de los noventa, Barcelona recibía un millón y medio de turistas al año. Ahora son más de veinte millones. La Ciudad Condal y sus alrededores fueron en algún momento el motor económico de España gracias a sus fábricas, que atrajeron vía inmigración a millones de habitantes de las provincias más empobrecidas. Hoy, el sector industrial, aunque sobrevive, no es ni la sombra de lo que llegó a ser. Se cumplen treinta años del gran evento transformador de Barcelona, los Juegos Olímpicos del 92.

Fue, por decirlo de alguna manera, el gran rito de iniciación de la sociedad española, que por fin se desembarazaba de la sombra del franquismo y entraba de lleno en la Europa contemporánea. Barcelona estuvo a la altura de las circunstancias, asombró al mundo entero y llenó de orgullo a sus compatriotas. La ciudad se transformó, se abrió al mar y demostró lo «moderna» que podía llegar a ser. Un remedo de aquella capital de entresiglos que seguía la estela modernista de París. Tres décadas después Barcelona es una pálida sombra de sí misma.

Sigue siendo grandiosa, hermosa y llena de posibilidades, pero vender su alma al turismo masivo ha tenido consecuencias graves: el difícil acceso a la vivienda ha desplazado a los barceloneses a barrios periféricos, la economía lo apuesta casi todo al comercio y el turismo –sectores tradicionalmente con salarios bajos y puestos precarios–, los altos impuestos no invitan a las empresas a instalarse allí, la espantada de grandes corporaciones tras los líos del ‘procés’ han hecho declinar el PIB catalán. El impulso olímpico ha durado lo suficiente para solventar la papeleta de toda una generación. Ahora toca repensar el modelo económico y apostar por el futuro.

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