Hacía demasiado tiempo que no regresaba a Florencia. Hay lejanías que las circunstancias de la vida explican pero que el alma no sabe justificar. Me refiero a la nostalgia dormida. Podemos añorar vivamente a una persona, un lugar, un tiempo. Somos capaces de sentir la quemazón de la distancia como un fuego que duele. A veces, sin embargo, la añoranza está ensimismada. Existe en nosotros pero no se manifiesta. Quizás lo impiden otras nostalgias mayores, superpuestas, urgentes. Puede que permanezca en un estado de letargia, de somnolencia que no hace daño.
Al regresar a Florencia, después de tantos años, comprendí que había echado de menos su belleza increíble. Al anochecer, el Arno se ilumina y el Ponte Vecchio aparece como una silueta espléndida. Me reencontré con los colores de la Toscana. No me refiero únicamente a los de la naturaleza, sino a los de la arquitectura: esas salas pintadas en azules, rojos casi burdeos, verdes claros. Acaricié la mano del David de Michelangelo, perfecta en su desproporción de gigante creado para ser observado des de lejos.
En Florencia aún hay tiendas de las que me gustan. Estoy harta de ver repetidas las mismas marcas en calles similares de ciudades distintas. Aquí es posible ese callejear distraído y grato, la búsqueda de tiendas pequeñas que te sorprenden porque son únicas, propias de una gente y de una geografía, de una forma de entender la vida. Volví a la Gallerie degli Uffizi y sentí que el poder del arte desbordaba el espacio y las vidas. Algo que siempre me pareció magnífico, porque nos redime como seres humanos. Me fotografié junto al nacimiento de Venus de Botticelli con la misma emoción (os lo aseguro) con que lo hice a los trece años, en mi primer viaje familiar a Italia, con mis padres, mis hermanos y mi abuela, tan hermosa como las damas de uno de los cuadros que contemplo, feliz.