El chaval que sacó la mejor nota en la Selectividad de Madrid provocó una cierta conmoción cuando anunció que quería estudiar Filología Clásica. Al momento, miles de personas llegaron a la conclusión de que el pobre iba a desperdiciar su indudable inteligencia o memoria en algo totalmente inútil. Una vida perdida en Homero y las andanzas de Odiseo o, quizá peor en Ovidio o Plutarco. Hace un siglo a nadie le hubiera extrañado que un joven brillante se hubiera decantado por ahí. Los griegos y romanos aún tenían algo de prestigio. Si el joven, en lugar de madrileño estuviera cerca de Oxford o de Cambridge quizá tampoco hubiera despertado sospecha alguna. Ahora mismo esta elección es provocadora porque supone dedicarse a un saber que solo tiene valor por sí mismo. No sirve para otra cosa. La cultura como fin en sí misma es una idea que ha perdido lustre. Durante siglos la tuvo.
La erudición como riqueza en sí misma, cultivarse solo por ser mejor uno mismo y de esta manera, mejorar al colectivo. No más rico sino más culto. Resulta un planteamiento vital descabellado para todos aquellos que criticaron al chaval de la Selectividad de Madrid. Les tuerce el cerebro que no aspire a ser médico, ingeniero o corredor de valores. Lo que era la frontera y la vacuna contra la barbarie, la base sobre lo que se asentaba todo lo demás pasa a ser algo descabellado.
Es una pérdida de valor común a todas la humanidades y lo triste no tiene que ver con su cotización económica sino con su falta de aprecio social. Faltan para, entre otras cosas, enseñar a no opinar al segundo sobre la elección de un chaval de 18 años o a despreciar que prefiera aspirar a ser feliz con un conocimiento en concreto. Somos más lerdos.