Hermosa como la más bella de las princesas y cual esclava de harem siempre en venta al mejor postor. Esta es nuestra Mallorca a la cual sus hijos deberíamos adorar. Sin embargo, unos prefiriendo el dominio catalán a cambio de nada –esto sí que es de idiotas– otros el español mesetario a cambio de una supuesta protección, dejamos nuestra isla al pairo. Y mientras tanto los colosos del norte, ya sean alemanes o escandinavos, van comprando la isla, sin violencia ni mamporros, demos gracias, pero protagonizando un fenómeno imparable, del cual los únicos que no se enteran somos nosotros. Muy poco le costó a Quinto Cecilio Metelo conquistar la isla a sus dominadores talayóticos. Le bastó protegerse convenientemente de las piedras de los honderos, a los cuales ya conocían por haberlos comprado para sus campañas guerreras. Sólo Boccor, junto a Pollença, quedó libre, pasando a ciudad confederada del imperio. Igual sucedería con los bizantinos y los árabes. Bastó con que pasase por aquí un peregrino de la Meca, Isam al-Jawlani, para que poco después la España califal nos incorporase, mientras nuestros rums –indígenas cristianos– corrían a esconderse, y nuestros judíos pactaban con los conquistadores califales, almorávides o almohades.
Llegado el momento, Jaime I y sus magnates también lo tuvieron fácil. Les bastó una escaramuza, recién llegados; montar su campamento en La Real, esperar a que la ciudad se pudriese y entrar en ella mientras su gobernador dormía en La Almudayna y la población era machacada o esclavizada masivamente. Tuvimos monarquía propia, momentos de esplendor, pero acabamos sometidos a la Banca barcelonesa y a sus ambiciosos príncipes. Más adelante, incorporados a la monarquía hispánica, nos dormimos al sol. En la Guerra de Sucesión, también pactos y sometimiento, un día a Carlos de Habsburgo, el siguiente a Felipe de Borbón.
Durante la Guerra de la independencia, mientras se combatía en la Península, aquí los ingleses valoraban quedarse con la isla, hubo oferta pero ya les bastaba con Gibraltar y Malta. Cien años después se nos intentó vender a la Italia de Benito Mussolini. Esta es nuestra historia, lo más heroico que nos podemos imaginar, propia de un pueblo que jamás ha demostrado amor a sí mismo. Vendemos la tierra, pero sin darnos cuenta de que lo que se vende somos nosotros mismos.
Ahora vivimos otra compraventa. Los compradores, alemanes, ingleses o escandinavos, vienen con dinero fresco. Doblan lo que ayer soñábamos, bien en la ciudad, bien en la ruralía. Estos días lo hemos vivido con Son Galcerán. Manuel March Cencillo, nieto del patriarca, ha vendido su finca. Posiblemente sus compradores extranjeros la mimarán mejor. Forma parte de las tierras que ya en su día vendimos al archiduque Luis Salvador de Austria, y menos mal, puesto que las protegió y nos las devolvió para que supiésemos conservarlas.
Hará cuarenta años, aquella excepcional figura de mallorquín que fue Marcos Ferragut Fluxá, constructor del Auditorium, me dijo: «Román, jamás vender la tierra. Si esto llega a suceder volveremos a ser simples esclavos». Lo veía venir. Conocía nuestro temperamento, fuésemos inqueros o palmesanos. Y en esta deriva estamos hoy. Nuestras casas señoriales de Palma convertidas en hoteles de propiedad extranjera. Lo mismo nuestras fincas emblemáticas. Menos mal que Mallorca, vendida y revendida, siempre sobrevive majestuosa. Y nosotros, inconscientes, sin descubrir a dónde vamos.