Una treintena de personas ha muerto a las puertas de Melilla cuando intentaban asaltar la frontera para colarse en territorio europeo. Horas después, medio centenar morían asfixiados en el interior de un camión con el que trataban de entrar en Estados Unidos desde México. Son las notas más trágicas de un fenómeno que no disminuye, y no lo hará, por muchos medios técnicos y humanos que se pongan para frenarlo. Solo en el mes de mayo pasado los policías que controlan la frontera norteamericana detuvieron a 240.000 inmigrantes sin papeles en su intento por ingresar en el primer mundo. Son cifras que revelan la magnitud del problema: millones de seres humanos abandonan su tierra porque vivir en ella es insoportable. Razones hay múltiples, desde la violencia hasta la pobreza, falta de oportunidades, guerras, problemas familiares, culturales, sociales, desastres climáticos.
Recordemos que hay países –todavía muchos, demasiados– donde ser homosexual, por ejemplo, es motivo suficiente para acabar en la cárcel. Y ser mujer condiciona tu estilo de vida hasta el punto de no poder salir de casa con tranquilidad si no vas acompañada de un hombre de tu familia. Por eso esto no cambiará por muchos muros que levantemos, vallas, concertinas, agentes armados o accidentes naturales que separen unas tierras de otras. Mientras la calidad de vida no sea aceptable en la mitad sur del planeta millones de personas querrán acceder a lugares donde sí se puede vivir.
Y eso ¿de quién depende? En gran parte de ellos, pero también de las potencias dominantes que mantienen a los grandes productores de materias primas bajo la losa de la corrupción, la pobreza y el integrismo religioso para manipularlos a su favor.