Muhammad Ali era el más grande y aun así llegó un momento en que sus capulladas se hicieron un tanto difíciles de aguantar. Que el campeón mundial de los pesos pesados sea un borde por definición es algo que viene aconteciendo con regularidad desde que Gene Tunney, el marino que sorprendía a sus entrevistadores dándoles insoportables clases de filosofía, renunció al título en 1928. Que ahora puedan llegar a coexistir hasta tres o cuatro campeones a la vez tampoco ayuda.
Mientras, el tenis también ha contado siempre con al menos un borde por generación, pero pocas veces le ha correspondido el papel a uno de los grandes. Lo fueron Nastase y McEnroe, pero todo lo más que puede permitirse ahora es a un triste Tsitsipás. Otros deportes no se pueden permitir a ninguno. El ciclismo, por méritos propios, desde Laurent Fignon.
El atletismo tuvo a Carl Lewis, pero desde que se retiró Daley Thompson, el campeón de decatlón cuyas salidas de pata de banco hacían más gracia que irritaban (como aquella en que en una rueda de prensa retó a los periodistas presentes a recitar de corrido y por el orden correspondiente las diez especialidades que componen su prueba), se impone implacable el humilde silencio de los corredores africanos. Ser completamente borde es algo que, ya digo, solo se le perdona realmente al campeón mundial de los pesos pesados, pero a lo que se cree con derecho hasta el seleccionador español de fútbol.