Me pregunto cuando voy a tirar la bolsa de basura que en qué contenedor echo la botella de cerveza vacía, la de vino, de refresco o la de horchata de chufa. No hay contenedores para vidrio en las cercanías. Me cuesta tirar algún envase atractivo, parece un derroche tirar una botella o un frasco que por diseño y materiales debe de costar más que el contenido.
Que el vendedor no admita devoluciones me parece un desperdicio que llevo muy mal y conservo algunos para darles una segunda oportunidad práctica en plan reciclaje, pero la capacidad de almacenaje es limitadísima y siempre hay alguien que te recuerda, con desacierto e imprecisión, lo del síndrome de Diógenes. Tampoco recuerdo dónde se arrojan las latas, los restos de un vaso, de una bombilla o las colillas, que huelen tan mal. Sostienen los entendidos que las colillas son el principal contaminante de la tierra, aguas subterráneas y mares.
El fondo del mar es una pradera de fibras de plástico derivado del petróleo y ahí permanecen años y años. Calculan que Baleares tiene que soportar al año más de mil setecientos millones de colillas, propias y ajenas. Una locura a la que han declarado una guerra justa y necesaria. Esta vez el objetivo no es tanto el fumador como las empresas fabricantes de cigarrillos, a las que se quiere obligar a hacerse cargo de su mierda pestosa y contaminante o pagar a quienes la recojan. Y por qué no se les obliga también a probar con filtros biodegradables. Mientras tanto, que alguien me diga en qué contenedor echo mis colillas para que no hagan más daños.