El rey es una figura milenaria. Y de aquellos tiempos oscuros y lejanos llegan hasta hoy sus privilegios, su razón de ser, su adn. Tradicionalmente la realeza –desde el antiguo Egipto en adelante– ha justificado su existencia bajo el manto de la divinidad, igual que los sumos sacerdotes. Los estamentos sagrados de las sociedades arcaicas lo eran por su filiación divina. Los reyes pertenecían al rango celestial, su esencia era la misma de dios y sus deseos, órdenes inquebrantables. A cambio de la devoción y la obediencia ciega, el pueblo llano obtenía su protección y su valor frente a los ataques enemigos, que eran constantes. Él era el responsable de que hubiera buenas cosechas, de que su pueblo se librara de las pestes, de que la paz prevaleciera durante años. Al rey se le adjudicaban todos los méritos y a él se encomendaba la plebe cuando había problemas.
Esta concepción de la realeza, de la aristocracia y del clero ha permanecido viva en Occidente hasta la I Guerra Mundial, cuando el mundo cambió para siempre, iniciando una senda de no retorno en la que vivimos ahora, basada en la democracia. Pero solo han pasado cien años y esto, en la historia, es apenas un parpadeo. Por eso entiendo a Juan Carlos I –nacido en 1938– cuando ante la pregunta sobre las explicaciones que supuestamente debería dar a los españoles, responda: «Explicaciones, ¿de qué?».
¿Acaso los dioses dan explicaciones? ¿O no están ahí precisamente para hacer lo que les da la gana? ¿No son los súbditos seres pequeñitos, ignorantes, manipulables, de los que extraer sangre, sudor y lágrimas? Tal vez el problema no sea Juan Carlos, ni Felipe, sino mantener en pie una institución milenaria en pleno siglo XXI.