No puede pasar desapercibida para el gran público la meritoria investigación del historiador y columnista de esta casa, Manuel Aguilera, acerca de los frustrados planes del Gobierno de la II República para vendernos –la Isla, sus recursos, sus habitantes y hasta su historia– a Benito Mussolini a cambio de la retirada del apoyo italiano a Franco durante la Guerra Civil. Del socialista Francisco Largo Caballero es creíble casi cualquier cosa, porque no solo se planteó entregar nuestro Archipiélago a la Italia fascista a cambio de que sus bombarderos, con base en Palma, dejasen de castigar las infraestructuras de la costa levantina de la República, sino que sus tratos comerciales culminaron cuando, haciendo gala de su patriotismo, vendió el país entero a Stalin, solo que a este no le interesaba tanto nuestro malogrado terruño como las ingentes reservas de oro que custodiaba el Banco de España. La flor de la progresía de la II República, pues, nos consideraba como lo que muchos peninsulares aun hoy en día –Pedro Sánchez, el primero–, una mera colonia.
Pero, si de régimen colonial hablamos, qué mejor que referirnos a AENA, el cortijo estatal por antonomasia, la transustanciación de los antiguos virreinatos hecha carne en el director del aeropuerto de Palma (de Mallorca), Tomás Melgar, enviado por AENA a esta tierra de paletos para nuestra redención y reeducación imperial. Resulta que los aborígenes somos de suyo quejicas y que abominamos de las colas en los controles aeroportuarios de nuestro macizo aeródromo, algo que parecería fácil de solucionar con tan solo poner medios materiales y humanos a la altura del alud de turistas que la cojorrecuperación económica de Sánchez y Armengol ya nos está proporcionando.
Pero no se torturen, desde el virreinato ya se ha aclarado que se trata de un ‘problema puntual' y que los viajeros, en realidad, apenas tardamos diez minutos en pasar los controles para poder adentrarnos en el paraíso del alcohol y el tabaco en el que el Estado nos sumerge para poder acceder a las puertas de embarque. Por si no se habían parado a pensarlo, cuanta más congestión haya en los controles, antes llegarán los prudentes pasajeros al aeropuerto, con lo que dispondrán de mucho más tiempo para deambular por el cortijo y decidir en su mal llamado free shop si se suicidan vía tabaquismo-cáncer de pulmón o, mucho mejor, mediante una cirrosis hepática producida por el whisky libre de impuestos, o incluso si prefieren hacerlo de un empacho de colonia prime con Toblerone, para gloria y lucro de nuestra amada metrópoli.
AENA la clemente, la prudente y la misericordiosa vela por todos nosotros impidiendo que indígenas codiciosos logren la cacareada cogestión aeroportuaria y acumulando riquezas que nuestros sabios gobernantes de Madrid sabrán distribuir entre la siempre ávida plebe. Nuestro aeropuerto no es el mazacote de hormigón que aparenta, sino la catedral de la justicia social española. El Estado no va a soltar el aeropuerto de Palma (de Mallorca) ni bajo tortura, porque ni Benito Mussolini, ni siquiera Largo Caballero, llegaron a imaginar jamás lo que aquella porción de tierra aplanada del antiguo predio de Son Sant Joan podría llegar a proporcionar a las arcas de sus respectivos estados.