De un tiempo a esta parte sólo veo patinetes. Es una pesadilla, te pasan por todos lados, te sortean a toda pastilla rozándote, sientes un aullido en tu oreja, sin límites, forzando a los transeúntes a realizar cómicos y grotescos saltitos. Observas a sus conductores de medio pelo llegar a cualquier negocio y entrar con ellos como si fuera lo más normal del mundo, como si en realidad los demás que no cabalgamos sobre ese pequeño vehículo tuviéramos que conformarnos con la maleducada llegada de alguien en patinete que se niega a desplazarse dentro de un lugar cerrado con sus propios pies y que se cree en derecho de ir montado en su artilugio como si fuera un vaquero del oeste americano a lomos de su noble corcel. Si les indicas que para entrar lo pliegue y lo lleve en las manos les resulta toda una afrenta porque tal vez no han recibido la información necesaria en la escuela para comportarse de un modo civilizado en un lugar concurrido de gente.
Sin embargo todo esto son minucias, lo más significativo es que suelen presuponer que en cualquier negocio o comercio se cuenta con un servicio para que su maléfico artilugio halle un acomodo de su agrado. Si por mí fuera me liaría a martillazos, pero mi proceder cristiano del que siempre he hecho gala me impide llevar a cabo actos vandálicos de los que podría llegar a arrepentirme.
O tal vez no. Porque he visto a tipos patinando en un supermercado entre los estantes, seleccionando refrescos, fruta, yogures y demás. Y si sencillamente alguien les dice: aquí no se guardan patinetes, abren muchos los ojos, se quedan en silencio unos segundos y responden: ¿y dónde lo dejo ahora? Como si desprenderse de ese cacharro fuera una pérdida terrible.