Según parece, la vida ha vuelto; una vida que, entre otras grandezas, está hecha de cruceros monstruosos que nos regalan la visión de su estela de humo contaminante y calles convertidas en restaurantes, salas de fiesta y garitos de desmadre nocturno a cielo raso para el desespero y la expulsión obviamente de la población residente de toda la vida.
La prohibición del alquiler turístico en pisos sigue siendo una ilusión por falta de inspecciones y un lucrativo negocio de fondos especulativos, convirtiendo la vivienda en un bien inaccesible para quien vive de ese salario degradado por una inflación multiplicada por los efectos de ser un destino turístico a nivel internacional. Los inspectores de Trabajo tampoco intervienen en este actual pozo oscuro de esclavitud laboral, de mujeres que van por la calle con las fregonas de piso en piso; ni se preguntan cómo pueden funcionar los hoteles con un tercio menos de plantilla y sin horas extraordinarias, entre otras cosas, porque están ocupados inspeccionando negocios familiares y entidades no lucrativas.
Es verdad que somos una ciudad de servicios, dependiente del negocio del ocio turístico masificado, convertida, como la pandemia ha demostrado, en una sociedad absolutamente debilitada y servil, sin capacidad productiva, sin conciencia del valor de nuestro trabajo, sin diversificación de opciones, sin futuro. ¿Es eso lo que queremos para nosotros y para las generaciones futuras? Porque esto no es una maldición divina inevitable, tiene responsables y no lo arreglará ningún milagro.