Me refiero, explícitamente, a mi fe cristiana católica. Innumerables son los libros que han tratado los contenidos de esta fe e incontables las horas concedidas a prédicas y sermones. No son muchos los mandamientos de la ley de Dios, pero llegan a diez. Son relativamente pocos los dogmas proclamados por papas, pero los hay. No es mi intención reducir nada de lo anterior a sus mínimos, sí compartir lo que yo considero, en este momento crepuscular de mi vida, las tres perlas de mi creencia: confianza en la plenitud definitiva, goce en la fraternidad vivida y sublimidad del perdón gratuito.
Yo creo en la positividad del vivir; vivir es riesgo, pero no desgracia; todo lo contrario, es gracia enorme creer que el hombre no es una pasión inútil, sino un destino de plenitud (llámenlo resurrección, si lo prefieren). Yo considero lúcido el protagonismo que mi creencia concede a la alteridad, y no a mi ego; la riqueza de la vivencia es la convivencia y, en ella, Dios y el humano herido, inseparablemente, atraen la empatía máxima.
Y me complace que mi fe conceda el primado de los valores humanos al perdón: éste es el fruto más sublime de la posibilidad humana, la que rehúye el repudio y elige la reconciliación. Plenitud, alteridad y perdón, ésos son los ejes.