No está del todo comprobado que el vino existiera ya en las épocas terciaria y cuanternaria, pero de lo que no cabe duda es de que los humanos llevamos mucho tiempo, demasiado, tratándolo con estúpida frivolidad, sin que este regalo de la tierra bendito por los dioses pierda su fuerza y calidez. Algo que en definitiva prueba su nobleza. Nos ceñiremos a los tiempos modernos, cuando más se ha ultrajado la categoría de un caldo que podría hermanar en la leyenda a Baco con Noé. Aún cuando la horrible costumbre a ido a menos, recuerdo que en ciertas celebraciones, y como un motivo más de destacar su importancia, se servía el vino en unas copas de cristal verdoso, o marrón imposible, que nos impedían disfrutar de ver ese color, recio en algunos casos, sutil y delicado en otros, alegre y estimulante siempre.
Luego, llegó lo de presentarnos el vino en cartón, blasfemo proceder por el que los responsables del mismo llevan en el pecado su culpa. Y leo ahora que una avispada empresaria ha fundado una empresa que ofrece ya el vino en lata, al que por lo visto los norteamericanos se están acostumbrando. Ojo, pero estoy hablando de un vino español, concretamente de la Terra Alta. No me rasgo las vestiduras porque tengo frío, pero lo cierto es que me estremezco al ser advertido por quienes lo elaboran que es importante desoxigenar bien el envase a fin de que el vino no sepa a corcho, ni a huevo.
Ah, y a diferencia de lo que ocurre con las botellas, las latas caducan después de 12 meses. ¡Dioses inmortales! El colmo del sinsentido. Qué diría Rabelais –«Un verre de vin vaut un habit de velours»– ante tanta majadería. La importancia del continente y el contenido. ¿Alguien se imagina a la Pompadour en vaqueros? Pues eso.