Tras un extraño invierno primaveral la temporada se abre con demasiada intensidad. Las cifras recuerdan los excesos previos a la COVID, ya está ocurriendo todo lo malo en zonas como la Platja de Palma y han empezado los debates sobre turismofobia y overtourism que además de recurrentes ya parecen también irresolubles (especialmente con consenso político y de manera pacífica y aceptada por la mayoría de los ciudadanos). Nadie duda que será una temporada apasionante, durante la que pensaremos que el cambio climático se está cebando con las Islas y que el Govern puede vencer este mal moderno de autodestrucción. Si no fuese tan prematuro creo que daríamos el premio de turista del año a la asturiana que fue entrevistada por IB3 y que se quejaba de que por Palma no se puede caminar. La señora no dudó en afirmar: «Yo si fuera mallorquina creo que volaría el aeropuerto» o tenéis «un exceso de turismo exagerado. Ánimo». De nuevo la preocupación de si los turistas son felices o no y lo irónico es que sean los visitantes los que se quejan de ser muchos y eso les molesta.
Abordaremos nuestra felicidad en otro texto sabiendo que la ansiedad y depresión ha llevado a un 14 % de los baleares a tratarse contra estas enfermedades. Intuyo que ponernos apocalípticos lleva a posturas y afirmaciones tan radicales como imposibles. Al final lo que más preocupa es el cabreo de los nativos y también de nuestros turistas que, además, pagan para ser felices. No avanzamos y no somos capaces de que este paraíso genere momentos de felicidad o goce tanto individuales como colectivos. Todas estas voces alarmistas terminan siendo exageradas y, guste o no, ineficientes. La pandemia poco ha transformado y el modelo económico de las islas sencillamente ha salido fortalecido. Es muy fácil hacer proclamas y luego recaudar cientos de millones por viviendas de lujo a los extranjeros que buscan lo que nosotros no somos capaces de encontrar. Ya lo dijo Gertrude Stein, habitante olvidada de El Terreno: esto es el paraíso si puedes soportarlo.
Cierto que el desarrollismo, el bienestar y el cambio social han sido rápidos e incluso hacen irreconocible la Mallorca de nuestros abuelos. Ellos afrontaron problemas mucho mayores que los nuestros y no creo que nuestros retos estén vinculados directamente a una supervivencia existencial (y sabemos que no hay un planeta B, pero hablo de aquella subsistencia donde comer y progresar fueron objetivos conseguidos). El legado no va a perderse y deberíamos usar el turismo y los nuevos habitantes para fortalecerlo. Las señas de identidad deben ser importantes en un mundo global. Me preocupa que la amenaza pueda estar en nosotros mismos porque, entonces, las descabelladas afirmaciones de cualquiera que nos visite no pueden ayudar a cambiar nada. Tendremos temas y oportunidades, intentemos ser felices.