El peso del futuro de Europa está en Francia, como al principio; cuando se firmó la primera UE (1957), entre los dos enemigos de la Guerra. El general De Gaulle, líder vencedor de la Francia libre, y Konrad Adenauer, recién elegido primer canciller de la refundada Alemania Occidental, segregada del Este por imposición de Stalin. Hasta bien entrados los años 80 del siglo XX la CEE fue abiertamente vituperada por la izquierda europea que veía a la proto unión europea como un club económico cuyas declaraciones sobre derechos humanos y convicciones democráticas eran vistas, más bien, como ardid para consolidar un sistema capitalista dependiente de las corporaciones estadounidenses. Con el desplome de las dictaduras prosoviéticas la izquierda continental vio en Europa al espolón para exportar su sistema de valores y modelo económico y social. Pasado el tiempo, en lo que va de siglo, ya nos queda claro que las virtudes del etnocentrismo Occidental no funcionan para el resto del mundo. Parafraseando las discusiones previas a las revoluciones socialistas, no es posible pasar del feudalismo a la democracia en una generación. Los países con pasado de obediencia secular se sienten atraídos por los líderes autocráticos.
Entre tanta volatilidad política, resulta útil volver a los orígenes, la Europa de los Seis (Francia, Alemania, Italia y el Benelux), para recuperar el valor de acierto de cómo comenzó la andadura de la Unión Europea. Con buen criterio, Jean Monnet, político y empresario, reelaboró la idea de unidad europea desde la economía centrándola en la solidaridad e interdependencia económica como base para alcanzar gradualmente la unión política.
Observando el mundo globalizado, y más fijándonos en los nuevos neoimperialismos, tenemos argumentos prácticos suficientes como para reasumir que las dependencias económicas son agentes fundamentales en el desarrollo de las relaciones y los conflictos internacionales. Los buenos sentimientos, los ideales, no sirven como bases sólidas para relaciones estables porque, al final, no hay aliados, solo intereses, como dijera Lord Palmerston.
Así las cosas, solo desde la independencia del otro se pueden tomar decisiones soberanas. Basta una mirada al mundo de las dependencias entre los estados para ilustrarnos de cómo se configuran los bloques hegemónicos. Y de los conflictos que están por estallar. El desenlace de las pretensiones de Rusia en Ucrania marcará el rumbo de cómo vaya a enfocarse China sobre Taiwán y su espacio geoestratégico, y cómo potencias regionales encaren sus respectivas pretensiones. Volviendo a Europa, el momento no parece que sea ahora sino en cinco años cuando Macron ya no pueda presentarse y el ciclón Le Pen se enfrente a un nuevo candidato con menos carisma. Mientras, en tanto el canciller alemán siga bajando en popularidad y referente, por su pusilanimidad y falta de liderazgo frente a Rusia, solo queda la presidencia gala para liderar una UE cada vez con menos arraigos, y con menos sentido histórico, a no ser que se produzca un golpe de timón refundacional.
De Gaulle, se opuso a la entrada de los británicos a la Europa unida. Decía que rebajaría los mimbres fundacionales queriendo imponer una unión aduanera, con restricciones a su favor, sin mayor ambición de unidad política. Y no hay duda que ha sido así. El General, ahora, se habría fijado en el papel dual de Alemania. De un lado comprometida con la Unión Europea, pero celosa de su tradición prusiana, reconociendo las independencias de Croacia y Eslovenia en 1991, precipitando la guerra de los Balcanes. Y que tampoco dudó en abrazar las nuevas independencias de las repúblicas exsoviéticas, paraísos de bajo coste para las empresas germanas demasiado acomodadas con algunos regímenes ultras de sus gobiernos. En pocos años, un nuevo liderazgo europeo tendrá que enfrentarse al desafío de una o más Europa, abandonando la inoperante unanimidad, o forzar una revisión profunda previendo protocolos de suspensión y expulsión de estados miembros.