Has sido mi compañera obligada durante casi dos años. Te llevé conmigo a todas partes, te interponías en mis conversaciones con los amigos. A veces casi ni me dejabas respirar, de puro exigente. Eras molesta como un grano. Me decían que me acabaría acostumbrando a ti: nunca lo conseguí. No me gustan las imposiciones, y eso es lo que eras tú: una imposición. Te puede salvar la vida, me decían. Otros aseguraban lo contrario: eras una inutilidad, una carga molesta, como una amante a la que ya no queremos y de la que no sabemos cómo desembarazarnos sin causarle daño.
Ahora me dicen que ya te puedo abandonar sin pena y sin riesgo. No lo sé: no acabo de verme en el espejo con la boca sonriente o triste, porque la tristeza o la alegría está más en la boca que en los ojos. Ahora pienso que quizá eras una mordaza que controlaba nuestros gestos, que velaba una parte de nosotros y que quizá nos incitaba a la cautela con nuestras palabras. Hablar teniéndote a ti no era lo mismo que hacerlo en tu ausencia.
Ignoro qué será de nuestras vidas sin ti. Dos años de convivencia es mucho tiempo como para ahora, hala de repente, tirarte a la basura. Los hombres y las mujeres somos animales de costumbres y ya estábamos hechos a esa disciplina que consistía en velar la mitad de nuestros rostro; nuestros hijos y nietos más pequeños quizá creyeron que formabas parte de nuestra anatomía, y ahora se sorprenderán al ver nuestras caras impúdicamente desnudas. Yo, por si acaso, querida, maldita, compañera, te voy a permitir acompañarme un trecho más. No sé si servirás para protegerme –¿por qué hasta ahora sí y desde ahora no?–, pero seguro que sí me serás útil para seguir parapetándome.
Que nadie te utilice como pretexto para decir que la normalidad ha regresado a nuestras vidas, porque, contigo o sin ti, nuestros males no tienen remedio.