Me alegra que los gimnasios estén repletos de gente dispuesta a ponerse en forma y a transpirar endorfinas. Aunque sólo sea desde la perspectiva de un cliente y no de la de un gerente de un establecimiento de esas características, que a buen seguro te puede detallar minuciosamente las penurias que se pasan para llegar a fin de mes, al menos a primera vista parece que a ese sector no le afecta tanto la crisis y eso resulta muy alentador. Anima, por otro lado, a mover el esqueleto y a no quedarse anquilosado.
Observo colas en las máquinas de musculación, las bicicletas de spinning y las cintas de correr vibrando a toda velocidad. Veo a jóvenes y a no tan jóvenes sudando la gota gorda, viejas glorias del culturismo machacándose como si fuese ayer y nuevas hornadas de muchachos, de pecho inflado y deslumbrante six-pack a modo de presentación, rebosantes de testosterona. El ritmo vertiginoso de la música te conduce a hacer dos series más en la jaula de sentadillas, en la barra de dominadas o en el press de banca. Desde un punto de vista económico, resulta natural: los gimnasios presentan precios módicos mensuales, trimestrales e, incluso, anuales, adecuados para la economía de supervivencia a la que tratamos de acostumbrarnos.
Además, puedes ir cada día e incluso ducharte en sus instalaciones, lo que te ahorra el termo de casa. Todo un lujo, la verdad. La inflación sólo se nota en los productos derivados de la asistencia a un gimnasio: batidos de proteínas, frascos de aminoácidos y creatina o botes de glutamina, etc. Incluso yo, que llevo toda la vida entrenando en gimnasios, he sido picado por un mosquito revitalizante y me esfuerzo todavía más. Si la sociedad se va al carajo, al menos se irá fortalecida, sacando bíceps y dotada de buenos pulmones.