Desde hace siglos se debate sobre la idea de si el niño al nacer es un lienzo en blanco sobre el que la sociedad, la familia y la época que le ha tocado vivir van dibujando hasta conformar lo que llega a ser en su adultez; o bien cada uno de nosotros llega ya con mucho inscrito en el ADN. El debate sigue abierto, pero esta semana se han hecho públicos unos datos reveladores. El 21 por ciento de los españoles mayores de 65 años se declara agnóstico o ateo. Este porcentaje se eleva hasta el 56 % entre los de 25 y 34 años y se dispara hasta el 63 por ciento entre los de 18 a 24 años.
Es decir, la sociedad, la familia y la época parecen tener muchísimo que ver en las creencias de las personas, algo tan íntimo que podríamos llegar a pensar que procede de nuestro interior, de la reflexión. Si así fuera, no sería descabellado que el porcentaje de creyentes y el de ateos se mantuviera más o menos estable a lo largo del tiempo. Nada más lejos. Aquellos españoles que nacieron y se criaron durante el franquismo, con su tenaza ideológica, que implicaba una total sumisión a la Iglesia católica, asumieron como propias unas creencias que, en realidad, no eran más que una imposición social.
Por contra, los más jóvenes de nuestra sociedad, tan descreída y materialista, tan proclive a sacralizar el hedonismo, se lanzan en masa hacia la no creencia religiosa. Para ellos es probable que el más allá no exista o, al menos, es un asunto que les ocupa y preocupa poquísimo. Como resultado, nueve de cada diez matrimonios son civiles y cada vez menos contribuyentes deciden cooperar con la Iglesia en su declaración de la renta. Quizá la vergonzosa plaga de abusos sexuales del clero tenga también algo que ver en esa paulatina e imparable desafección.