El 10 de junio de 1944, solo cuatro días después del desembarco de Normandía, tropas alemanas de una división Waffen-SS que estaban en retirada entraron en una pequeña aldea francesa, cerca de Limoges. En Oradour-Sur-Glane había 642 habitantes, una tercera parte de ellos menores. Y 24 españoles que se habían refugiado allí tras la Guerra Civil. Todos fueron quemados vivos en la iglesia o fusilados, con las manos atadas a la espalda. El pueblo, hoy en día, es un memorial del horror: permanece tal y como lo dejaron los nazis. Arrasado. Medio siglo después, el 11 de julio de 1995 las tropas serbobosnias de Ratko Mladic y Radovan Karadzic firmaron uno de los episodios más sangrientos de la Guerra de Bosnia: el genocidio de Srebrenica.
Más de 8.000 habitantes musulmanes, entre ellos muchos niños, fueron exterminados en un enclave que, supuestamente, era «zona segura» de Nacionales Unidas. Los cascos azules holandeses debían proteger a la población civil, pero los vecinos, uno a uno, fueron atados y ejecutados sumariamente por los serbios, ante la bochornosa pasividad de la ONU. Fue de noche, bajos algunos focos. Luego, la maquinaria pesada arrastró los cuerpos hasta fosas comunes. Agujeros de la infamia.
El lunes, los occidentales –los rusos no, porque no tienen acceso a los medios libres– nos despertamos con otro crimen de guerra atroz. En pleno siglo XXI. Las unidades rusas y chechenas de Putin entraron casa por casa en el pueblo ucraniano de Bucha, cerca de Kiev, y torturaron y asesinaron a 410 civiles desarmados. También atados con las manos a la espalda. Algunos quemados. Como en Oradour-Sur-Glane o Srebrenica. La ONU, por supuesto, ni está ni se le espera. Como siempre, vamos.