Siempre he pensado que muchos políticos tienen honestos deseos de cambiar la sociedad. Lo que pasa es que cuando alcanzan el poder y se enfrentan a la cruda realidad, se ven atados de pies y manos. Seguramente es lo que le ha pasado a Pedro Sánchez, que empieza a ser rechazado incluso por sus seguidores tras el feo que acaba de hacerle al pueblo saharaui. ¿Qué hay detrás de ese pacto con Marruecos? Mucho más de lo que nos permiten atisbar.
Es probable que nunca lleguemos a saberlo, porque esas cosas se trapichean en ambientes tan cerrados como la diplomacia de alto nivel y las relaciones entre jefes de gobierno y de Estado. Pero podemos elucubrar en base a lo que sí vemos. Lo que se ve es que nuestro vecino del sur es la puerta de salida de miles de subsaharianos que intentan llegar a Europa a través de España. La misma ruta que siguen los traficantes de drogas producidas en esa zona. Y les siguen los talones los terroristas islámicos, que ahora parecen estar más tranquilitos.
Es decir, triple amenaza para España, y también para Europa. Esa baza es la que tiene el rey alauita a la hora de negociar –quizá podríamos utilizar términos más duros– y de conseguir lo que desea. La moneda de cambio, esta vez, han sido los saharauis que, no lo olvidemos, al Estado español le han importado muy poco desde hace demasiado tiempo. Si no fuera por las oenegés implicadas, apenas sabríamos nada de ellos. Ahora se ha consumado la traición iniciada en 1976. Y en aquel entonces, Sánchez tenía cuatro años. Ha habido tiempo de sobra para cambiar las cosas. Y a nadie le ha interesado.