La blandura inicial de Alemania con Putin o el cambio de posición del Gobierno respecto el Sáhara, no hacen sino confirmar que las dinámicas de la historia son inamovibles. O, más bien, que no son fruto de azares sino que obedecen a fuerzas geocentrípetas de potencias hegemónicas respecto a sus países limítrofes. Placas tectónicas de civilizaciones en colisión conformando la geopolítica mundial. En efecto, la antigua Prusia, el eje vertebrador de la unidad alemana de la mano de Bismarck en 1871, buscó siempre un acuerdo de buena vecindad con el imperialismo ruso a costa de las naciones intermedias que basculaban entre unas y otras áreas de influencia. Incluso Hitler firmó con Stalin el pacto de no agresión (1939), roto dos años más tarde cuando invadió Rusia. Los imperios se tocan, pero no se agreden. Alemania es la Prusia de antaño conformando el núcleo duro de la unidad Europea de la mano de Francia e Italia (con la visión de Draghi) y con España, con voluntad de unirse a ese eje que la historia convierte en inevitable.
Y así cabría leer el repentino cambio de posición de España respecto al Sáhara. Una política exterior común de la UE debe tener clara su posición estratégica en el mundo, por supuesto; pero especialmente respecto a los países de nuestro entorno. Cuando los países de referencia en Europa abogan ya por una solución realista, que significa viable, al tema saharaui no se puede continuar con purismos contracorriente. Al final, las relaciones internacionales se concretan en intereses: ¿Cuánta subida de carburantes y costes de la energía, con las repercusiones de crisis alimentaria, industrial o de la construcción, estamos dispuestos a asumir antes de forzar un acuerdo en Ucrania o de entrar en una guerra europea?
Nadie, salvo quienes navegan los océanos literarios, puede argumentar otras posiciones que una bajada a la realidad: estamos sometidos a los dictados de los más fuertes. De la misma manera que no es realista defender la independencia del Tíbet, tampoco lo es pretender la independencia soberana de Palestina, de Catalunya o de una Ucrania a su libre albedrío. La época de las epopeyas ha pasado y quienes no consiguieron emular los imperios de la era preindustrial perdieron ese tren del protagonismo estelar.
La invasión de Ucrania, como la solución política al eternizado enroque sobre el Sáhara, nos devuelve al otro gran momento histórico: la postguerra de la Segunda Guerra Mundial y los procesos descolonizadores de los años sesenta. En tanto que el terremoto de la caída del muro de Berlín solo fue un interregno que abrió el melón de un nuevo orden mundial, nunca cerrado porque como todos los proyectos importantes, como en la vida misma, solo son consistentes si son claramente definidos; con límites marcados y renuncia a alternativas divergentes. Las actitudes flojas y la excesiva liquidez en imagen de la tesis de Bauman son abono para medradores sin escrúpulos que actúan como brókeres de bolsa, con acciones puntuales al instante, según las oportunidades del mercado político y del posicionamiento en valores estratégicos. Las políticas ambiguas, disfrazadas de equilibradas, son como pantanales ideológicos; un no saber dónde ubicarse en la esfera de influencia ideológica mundial. De modo que los estados políticamente endebles son presa fácil de dictadores domésticos o al servicio de patrocinadores foráneos y, en todo caso, al socaire de intereses ajenos.
Antes de que la invasión de Putin volviera a situar a Rusia en el lugar que históricamente se ha ganado, la OTAN tenía serios problemas para justificarse como organización militar defensiva y la UE llevaba camino de descafeinarse, empezando por las repúblicas prosoviéticas de Polonia y Hungría.
Ahora, la necesidad de configurarse como potencia regional, si quiera para tener el respeto de los países vecinos, obliga a la UE a dar un paso adelante en su construcción acabando con la unanimidad para políticas importantes evitando dar cobijo a caballos de Troya disgregadores.