Esta década apenas empezada tiene ya muchos más acontecimientos de los que puede contener, se le han saltado todos los botones, y el reventón de sus costuras no augura nada bueno. Yo fui uno de esos capullos que recibieron con aplausos y sonrisas estos años veinte, porque tengo mucha fe en las frases hechas, y los felices veinte (del siglo pasado) se me habían metido en la cabeza. Jazz, faldas cortas, posguerra, charlestón, mucha literatura… Por algo se llaman los felices años veinte. Quizá a estas alturas no es posible tanta felicidad, por más que me la merezca, pero tampoco esperaba esta década calamitosa. Por exceso de acontecimientos, decía. Para empezar, la pandemia global, y antes de salir de ella, la guerra. En Europa, otra vez. A la mierda los felices años veinte. Estábamos tan tranquilos, cuando de pronto y sin más ni más, nos avasallaron los acontecimientos. La fatalidad. Habrá que corregir las frases hechas, y los hitos históricos o idiomáticos.
A veces parece que los acontecimientos acontecen por sí mismos, como si aún existiera el destino, y cogen a todo el mundo desprevenido. Según mi teoría de los acontecimientos, hay una acumulación de impulsos por las actividades espontáneas de millones de personas, que de pronto encuentran una dirección inesperada y estallan por exceso de contenido. Cada cual empujaba hacia un sitio, y la resultante de esas fuerzas genera un impulso desordenado por la tangente que se lo lleva todo por delante. Avalancha de acontecimientos, se llama al fenómeno. La televisión, como se vio durante la pandemia y se ve con la guerra, disfruta horrores con esto, alcanzando niveles pornográficos realmente asquerosos, que a su vez hinchan aún más ese volumen de acontecimientos. Demasiado grande para que quepan en un par de años, razón por la que ceden todas las costuras. Menuda década nos espera, qué sucesión de infortunios encadenados. Y yo que me las prometía tan felices.
Resulta que hasta la astrología china está fallando, porque este es el año de tigre, el mío por nacimiento, y se supone que iba a tener suerte. Y la tengo, ni me he contagiado ni ningún ruso me han pegado un tiro, pero ante tamaño alud de acontecimientos no hay suerte que valga. Y encima, ya no puedo creer en el mito literario de los felices años veinte.