Solía decir mi padre que el ladrillo siempre es una inversión segura, que ni en caso de guerra se pierde el dinero. Siempre que el edificio siga en pie, claro. Hablaban, los mayores, de la guerra como esa experiencia inolvidable que arrastrarían de por vida en forma de traumas diversos, el miedo, el hambre, la angustia de la huida. Hoy la tenemos de nuevo relativamente cerca, aunque de momento no nos salpique en su vertiente más cruda. Crucemos los dedos, que el mundo está lleno de locos y algunos están mirando de reojo al aterrador botón rojo de la amenaza nuclear.
Por ahora el bombardeo es de imágenes, titulares y versiones lacrimógenas de dramas humanos para derretir conciencias más que de información fiable sobre las verdaderas razones de la invasión. Quizá eso no lleguemos a saberlo nunca, no interesa. Lo que sí veremos es la onda expansiva económica del conflicto: todo sube. Y, según algunos entendidos, podemos esperar que los pisos se encarezcan aquí hasta un veinticinco por ciento en los próximos tres años, hasta rozar los cuatro mil euros por metro cuadrado.
A precio de oro. Así que sí, seguramente tenía razón mi padre cuando aconsejaba meter ahí el dinero, en paredes, suelos y techos. El problema no será, como siempre, para el que tiene dinero que invertir –sorprendentemente, cada vez hay ricos más ricos–, sino para los que necesitan una vivienda. Nuestros jóvenes, los divorciados, los que llegan a radicarse aquí... que pretendan alquilar o comprar. ¿Cómo podrán hacerlo con salarios mileuristas, precios desorbitados y una absoluta precariedad laboral? Eso también se parece a una guerra.