Para los rusos, el corto periodo de libertad que tuvieron durante la transición del comunismo al capitalismo fue una calamidad; sin gobernantes ilustrados que tomaran decisiones mirando al bien común. En esa debacle interna, económica y moral que supuso la presidencia de Yeltsin, la figura de un hombre fuerte y austero, como Putin, fue recibida con esperanza y credibilidad providencial para poner orden en aquel desconcierto selvático del postcomunismo. Con un plan meditado y la paciencia planificadora de su formación como agente de la KGB, Putin se afianzaba, elección tras elección, haciéndose una estrella de la comunicación para el asalto final al juicio de la historia.
Putin se ve reflejado en Stalin (1923 a 1953) que fue el hacedor de que la Unión Soviética se configurara como la gran potencia mundial que controlaba medio mundo y dominaba el discurso de la resistencia contra la política norteamericana; de agresión y saqueo de los recursos minerales y agrícolas de los estados en los que Estados Unidos conseguía gobiernos amigos. A cual más corrupto. Para Putin, y posiblemente para una parte significativa de los rusos, los crímenes de Stalin se excusarían como aceptables por haber conseguido sacar a Rusia del letargo secular y situarla en el mapa de las potencias indiscutibles tras la Segunda Guerra Mundial. Esa misma escasa consideración por las víctimas es similar a la injerencia norteamericana en Vietnam o con las razones que llevaron a Franco a alargar la Guerra Civil, justificándose así, las limpiezas ideológicas en las retaguardias. Y esa voluntad demoledora sigue viva. Ahí están las manifestaciones en aquel chat de militares jubilados en la reserva, no por ello menos influyentes, que comentaba lo de exterminar hasta 26 millones de españoles que no piensen como ellos.
La guerra de Putin sobre Ucrania ahora, y antes sofocando a repúblicas exsoviéticas que pretendían más que escapar de la influencia rusa transitar el camino hacia sistemas democráticos liberales al estilo occidental, no se detendrá en Ucrania adoptando otras formas, aunque en un armisticio inevitable y deseable se ceda a las exigencias rusas. La profundidad de esta guerra insospechada trata del enfrentamiento entre dictaduras y modelos democráticos y de libertades civiles, cuya sola existencia actúa minando las razones de pragmatismo de los regímenes autoritarios. Y ahí está el porqué del apoyo de Putin a los partidos desestabilizadores en Occidente: ahora, la ultraderecha en Europa y en Estados Unidos, donde se aúpa a Trump contra toda lógica de los intereses estadounidenses en el mundo. Y así se explica, por encima de necesidades energéticas, la ambigua posición de China que a la postre será el mejor interlocutor para un acuerdo de paz.
Ya en pleno siglo XXI, tecnológico y tan radicalmente distinto al anterior, Putin no pretendería la reconstrucción ideológica de la Unión Soviética sino una nueva versión de potencia geoestratégica acomodada a nuevos intereses: en lugar de capitalismo de Estado, del antiguo comunismo, ahora ha consolidado un núcleo de poder económico entre las familias amigas, los oligarcas, el modelo chino de penetración financiera, y para ello, se focalizó en sanear la sociedad rusa de elementos discordantes: con leyes restrictivas de la libertad, con prohibiciones y asesinatos políticos.
Aquí, en España, la crisis ucraniana nos pilla con el cambio de liderazgo en el PP. De la foto de Colón (Vox, PP y Ciudadanos, en febrero de 2019) puede haberse caído definitivamente el PP si el nuevo presidente, Núñez Feijóo pulsa el botón de reinicio, según palabras de Esteban Pons o va a una nueva refundación; necesaria para el bien del país aunque improbable, conociendo el gusto por el pasteleo de la derecha de referencia.
Pasteleo que pudiera coaptar al PSOE y al presidente Sánchez que va perdiendo la resistencia de su manual, y su audacia, plegándose al corral del conformismo. «O la izquierda hace reformas o la derecha hará la restauración del orden de la mano de Feijóo», escribía Iván Redondo. Lo suscribo.