Durante el Mundial de Rusia 2018 Maradona, traje negro, pajarita grande y amarilla, se hizo un selfie con Putin en un encuentro en el que al sátrapa ruso se le nota ciertamente perdido y sonrojado. Lleva una copa de champán en la mano que balancea vacilante, sonríe tímidamente y escucha atentamente la traducción que le hacen a la oreja de lo que el astro del fútbol va comentando con algarabía y corazón de maestro de ceremonias. La voz algo dipsómana o, tal vez, la que le quedó tras tantas historias raras y vertiginosas. Maradona le aferra la mano delicadamente y le dice que los chicos, refiriéndose a los célebres jugadores congregados a su alrededor, en particular a Ronaldo que es muy tímido, no se atreven a pedirle una foto. Tras el selfie, del que forma parte Carles Pujol situado detrás del mandatario ruso, no sabemos lo que sucedió.
Evidentemente no envenenó a Maradona por dejar en evidencia que es una soberana nulidad socialmente, seguramente le rió todas las gracias porque la estrella pese a todo era Maradona. Putin que quería que el encuentro fuera por la mañana y en sus oficinas a lo que el Pelusa se negó rotundamente: ¿A las nueve y media de la mañana? A esas horas duermo, reputín del orto. Maradona, como siempre, como el elegido para ser la mano de Dios, impuso sus condiciones: al atardecer y con unas copas encima. Y así se hizo.
Está claro que Putin quería figurar, que los medios de comunicación fueran testigos de su encuentro con el dios del fútbol, quizás mostrarse como un individuo correcto, complaciente y comunicador. La típica manipulación de los seres engreídos y crueles que creen que han llegado a este mundo a perdonar la vida a los demás y quedan retratados por el selfie de un exfutbolista en el ocaso de sus días.