El sábado iba a ser el día más feliz de mi vida con la retirada de la exigencia del certificado COVID de los eventos culturales, porque un servidor está en contra de cualquier medida dictatorial y más aún cuando es una soberana tontería que promueve un chantaje: obligar a vacunarse. Craso error. Inmediatamente, lo añoré al no formarse ningún tipo de embotellamiento en la puerta de acceso. No había roces, ni toques de manos, codos, pecho y cadera, ni enfados, ni tocapelotas que te piden el libro de reclamaciones, ni gente que te tose a la cara cuando tratas de enfocar el código QR del certificado con tu pantallita, ni padres que te intentan tangar con la edad de sus hijos: «Si tiene once años», cuando le ves hasta patas de gallo, bíceps de camionero y nicotina en los dedos (y un paquete de Durex en el bolsillo trasero).
Ni personas mayores que no saben dónde está el certificado en el móvil que «mis hijos me han metido en el cacharro». Y venga a pasar fotos y más fotos para dar con la del certificado y uno contemplando como un pasmarote imágenes de familias bien avenidas, instantes maravillosos en una casa de campo o en un restaurante, celebraciones navideñas, los nietos en el regazo de los abuelitos, sonrisas, alegría, jolgorio... Escenas tan bucolicopastoriles que se me empañaban los ojos.
Qué nietos más guapos tiene, señora. ¿Verdad que sí? Sí, señora, es indudable que es cuestión de genes. Ji ji ji… Lo que más me ha llamado la atención es la cantidad de personas que va indocumentada, hasta jueces y abogados de alta alcurnia y, sin embargo, con el certificado COVID en el móvil. Se puede entender mi desazón: no me había sentido tan acompañado en toda mi vida y con el regreso a la soledad más abismal uno siente una profunda nostalgia.