Fue un sueño muy especial: Una inmensidad desértica que daba escalofríos por la desolación, angustia y fría soledad, donde solo se podía percibir el eco de unos gritos que herían el alma: ¡polvo, ceniza, humo, viento y nada! que se repetían con insistencia desafiante. Pero en medio de aquel infinito arenal algo prodigioso había ocurrido, allí estaba una exuberante flor, sostenida por un tallo espléndido, como una azucena, capaz de crecer en la arena. Me desperté y en seguida me levanté con unas enormes ganas de interpretar aquella extraña visión y aplicarla a mi propia vida.
A los ochenta y cuatro años uno mira las cosas y acontecimientos con cierta ansia, con aires de despedida y al acecho de algo definitivo y seguro. Para ello es necesaria la simplificación o síntesis y sobre todo la purificación o desprendimiento de todo lo que sobra porque es inútil. Esto es una auténtica liberación… Aquella flor y su tallo representan a Jesús y María, en arameo Yoshúa y Miriam. Los dos son para mí el punto de mira y la clave para vivir cristianamente y emprender, con garantía, el último viaje. Aquellos gritos del desierto eran serios avisos.