La vida evoluciona sin cesar, pero la muerte también. Más incluso. No tenía el mismo aspecto en el Paleolítico, cuando solía adoptar la forma de dientes y garras, que en la Grecia de Pericles donde era una cuestión de honor (aunque Pericles falleció en la gran epidemia de Atenas), o en la China de la dinastía Han, donde al ser bastante confucianos, la muerte era la forma sin forma. En la Edad Media era una calavera o un esqueleto, con capa negra, capucha y guadaña (a veces jugaba al ajedrez), y en el Renacimiento el pintor Durero, en El caballero y la muerte, nos dejó la imagen de un anciano con un reloj de arena en un pálido jamelgo desvencijado. Pasarían siglos hasta que Pavese escribiera aquello de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, como prueban los numerosos autorretratos de Durero. No, no tenía los mismos ojos.
Para el filósofo materialista La Mettrie, ilustrado autor de una historia natural del alma, la muerte fue un plato de paté trufado, y hay que esperar a Kant, fallecido en 1804, para encontrar los primeros testimonios de la muerte en sí. «¿Quién eres?», preguntó el pensador en su lecho postrero. «La muerte en sí», dijo la muerte en sí. «Me lo figuraba», dijo Kant. Actualmente la muerte es invisible y no tiene rostro, pero no al modo confuciano, sino al de los informativos de televisión. Es igual, queridos niños y niñas, porque esta fábula trata de la colosal carga cultural de la muerte, que abarca religiones, arte, filosofía, patriotismos, moral, economía, política… Que supera ampliamente a la que soporta el sexo, aunque a diferencia del sexo, por mucho que evolucione esa cultura y se enmiende a sí misma, la gente se sigue muriendo igual. Por la muerte en sí, la kantiana. Lo habéis adivinado.
Somos criaturas culturales, pero también mortales, y cuando hayamos acabado con todas las cargas morales, religiosas, ideológicas y literarias (fantasmas incluidos) de la muerte, todavía quedará la muerte en sí. Dicen que Freud, muy enfermo de cáncer, pero fumándose un puro (se fumaba unos veinte al día), la vio a los pies de la cama y le preguntó cuándo moriré. «Siempre», respondió la muerte en sí. Cada día. Que nunca os coja vivos, queridos niños y niñas.